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El árbol que guiñaba

El bosque que soñaba despierto
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TomAlborada

August 21, 2025 (Reading Time: 12 min.)

Nico tenía una libreta con tapas verdes donde dibujaba todo lo que soñaba. A veces soñaba con nubes que usaban calcetines. Otras veces, con un pez que tocaba el tambor dentro de una pecera redonda de cristal. Y, de vez en cuando, con un bosque que no dormía nunca, porque —según Nico— estaba ocupado soñando despierto.

—Los bosques también tienen ideas —le dijo un día a su abuela—. Solo que las piensan muy despacio.

Aquella tarde, mientras el sol se estiraba como un gato sobre los tejados del barrio, Nico decidió que iba a buscar ese bosque. Guardó su libreta, un lápiz y una cantimplora en su pequeña mochila azul. No llevaba mapa, porque los mapas sirven para encontrar lugares, y él quería encontrar algo que no estaba en ningún papel.

Bajó las escaleras saltando de dos en dos, atravesó el patio, empujó la puerta de madera que daba a la calle y se dejó guiar por un silbido. No era el silbido del viento. Era otra cosa. Más suave. Más secreto. Como si alguien, desde muy lejos, soplara por una pajita y el sonido viajara entre las hojas.

“Shhh… escucha”, susurró una vocecita.

Nico se detuvo. Cerró los ojos. El silbido venía de la colina, más allá del campo de girasoles. Caminó sin prisa, porque cuando uno corre se salta los detalles, y en los detalles se esconden las pistas.

Subió la colina siguiendo el camino de tierra. El suelo crujía como galleta. A un lado, una lagartija verde le hizo una reverencia; al otro, dos mariposas practicaban giros de patinaje en el aire. Al llegar a la cima, lo vio: un bosque grande, altísimo, con árboles que parecían columnas de una catedral de madera. No era oscuro. La luz caía en hilos, como si alguien hubiera bordado el aire.

—Hola —dijo Nico, por si acaso.

El bosque respondió con un suspiro largo y contento que movió las copas. Luego, una hoja cayó justo frente a él, doblada en forma de barquito. En el barquito, alguien había escrito: “Pasa”.

Nico sonrió y dio el primer paso.

Dentro hacía fresco. Olía a tierra húmeda, a corteza y a naranja, aunque no había naranjos. Se escuchaban ruidos pequeños: un “tic” de gota, un “crrr” de bicho, un “plop” de fruta que caía allá lejos. Nico avanzaba y, cada tanto, el bosque parecía cambiar muy, muy poquito: el tronco de un árbol mostraba una curva que se parecía a una sonrisa; la sombra de un arbusto crecía redonda, como si hinchara el pecho para saludar.

—Sé que me oyes —dijo Nico—. Vengo en paz. Y con lápiz.

Una rama bajó despacito, despacito, y le hizo cosquillas en el pelo.

El primer ser del bosque que se presentó fue un árbol con un ojo cerrado. No era que estuviera dormido. Estaba guiñando.

—Me llamo Don Roble Reloj —dijo con voz grave—. Porque sé la hora por el peso que hace el sol en mis hombros.

—Yo soy Nico —respondió el niño—. Busco el bosque que sueña despierto.

—Ya lo encontraste —dijo Don Roble Reloj, y abrió por fin su otro ojo—. Aquí, cuando alguien sueña, todos escuchamos. Y cuando todos escuchamos, el sueño aprende a caminar.

Nico abrió su libreta. Sus dedos cosquillearon de ganas de dibujar.

—¿Y cómo se escucha un sueño?

—Con paciencia —contestó el árbol—. Y con silencio por dentro. Mira: “Shhh… escucha”.

Nico respiró. Contó hasta cinco. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco.

Entonces oyó un rumor suave, como una canción bajo el agua. Venía de un arroyito que cruzaba el bosque. El agua bajaba brincando sobre piedras redondas y, cada vez que chocaba, se le escapaba una nota de música. Era una melodía que parecía recordar otra, como cuando intentas tararear algo que escuchaste hace tiempo y te faltan pedacitos.

—Ese es el Arroyo Cantor —explicó Don Roble Reloj—. Hoy le falta una parte de su canción. A lo mejor puedes ayudar.

Nico cerró su libreta con cuidado y caminó hacia el agua. Se agachó, metió las manos, sintió el frío amable que tienen los ríos recién peinados. Las piedras del fondo, lisas como panecillos, se acomodaron y le cosquillearon las palmas. Una piedrita subió a la superficie. Tenía una grieta en forma de rayo.

—Hola —dijo la piedrita con voz diminuta—. Soy Rachis. Yo guardo recuerdos. Pero hoy tengo la cabeza como mezclada, ¿sabes? No encuentro dónde va cada cosa.

—A mí también me pasa con mis lápices —dijo Nico—. Se esconden en los lugares menos pensados. ¿Cuál recuerdo buscas?

—La parte de la canción que hace “ti-ti-ta, ti-ti-ta, ti-ti-tum”. Era de alguien que cantaba desde muy alto y muy pequeñito.

—Eso suena a pájaro —dijo una voz menuda.

Era un pajarito marrón, con el pecho como una gotita de té. Tenía las plumas un poco despeinadas y los ojos curiosos.

—Me llamo Tina —dijo—. Yo cantaba “ti-ti-ta” cuando aprendí a volar. Pero hoy no me sale. Es como si la nota se hubiera escondido detrás de mi pico.

Tina abrió el pico y solo salió un “ti…”, cortito y tímido, que se deshizo en el aire como pompa de jabón.

Nico pensó en sus propias notas, en esas que a veces no llegan a la punta del lápiz y se quedan pelusas dentro de la cabeza. Se sentó en la orilla, con los pies colgando sobre el agua. Don Roble Reloj, con delicadeza, acercó una rama para hacer sombra. El Arroyo Cantor bajó la voz hasta ser un murmullo.

—Shhh… escucha —susurró el bosque.

Nico cerró los ojos. Imaginó el primer vuelo de Tina, una línea de aire que subía y bajaba. Imaginó una nube pequeña que se enganchaba en la rama más alta y hacía equilibrio. Imaginó una nota que buscaba su sitio como una semilla busca la tierra.

—Creo que la canción estaba hecha de tres cosas —dijo—: aire, rama y nube.

—¿Cómo suena “aire, rama y nube”? —preguntó Tina.

Nico no tenía flauta ni guitarra. Tenía sus manos. Las juntó formando una casita y sopló despacio, para que el aire no se asustara. Salió un sonido hueco y suave, como el principio de un bostezo.

—Ese es el aire —dijo.

Luego tocó con los dedos el borde de la libreta, “tac-tac”, como si una rama golpeara la ventana pidiendo permiso. Y al final sopló hacia arriba, con la boca redonda, para hacer una especie de “u” larga que se abrió y se fue, ligera, como nube en paseo.

—Ti… ti… tum —probó Tina, imitando.

—Ti-ti-ta, ti-ti-ta, ti-ti-tum —cantó el Arroyo Cantor, llenando los huecos con sus gotas.

—¡Eso! —chilló Rachis, la piedrita—. Ese es el recuerdo.

Tina ensayó otra vez. Esta vez, la nota que estaba escondida se estiró, se desperezó y regresó a su sitio. La pequeña ave subió y bajó entre dos ramas, la cola como un péndulo contento, y su canto se hizo valiente.

—Gracias —dijo, aterrizando sobre el hombro de Nico—. A veces una necesita que alguien escuche para acordarse de lo que ya sabía.

—Es que los sueños —explicó Don Roble Reloj— se arman entre muchos. Uno trae el aire, otro trae la rama, otro trae la nube. Y cuando todos ponen algo, la canción se encuentra.

Nico apuntó en su libreta: “Para recordar un canto: aire + rama + nube”. Dibujo: un pajarito con casco de astronauta—no porque fuera al espacio, sino porque las ideas nuevas a veces necesitan casco por si se caen.

Siguieron caminando los tres: Nico, Tina y Don Roble Reloj (que avanzaba muy despacio, moviendo sus raíces como dedos viejitos). Se internaron por un sendero cubierto de hojas que parecían monedas de diferentes países. Cada paso sonaba distinto: “clinc”, “clonc”, “clunc”. Nico jugó a componer con los pasos y, sin darse cuenta, estaba tarareando otra melodía.

—Tu tarareo tiene forma de espiral —observó el árbol—. ¿Ves aquel claro?

El claro era una alfombra de luz amarilla. En el centro, como una fuente al revés, una nube pequeña giraba y giraba sin irse del sitio. Estaba amarrada al suelo por un hilo de telaraña que brillaba como un camino de plata.

—Es la Nube-Redoma —dijo Don Roble Reloj—. Guarda los deseos que aún no saben si son globos o piedras.

Nico se acercó con respeto. La nube olía a manta limpia. Dentro, se distinguían formas borrosas: un castillo con ruedas, una mesita que sabía bailar, un paraguas que llovía hacia arriba. Y, muy al fondo, una silueta que se parecía a su propia casa.

—A veces el bosque sueña los sueños de los que vienen —explicó el árbol—. Para que ellos los vean desde afuera y decidan qué hacer con ellos.

Nico miró la silueta de su casa y recordó la voz de su abuela: “Cierra la ventana, que entra fresco”. Recordó las noches en que, desde su cama, escuchaba el silbido entre los edificios y pensaba que era un secreto sin dueño. Ahora sabía que sí tenía dueño. Era el bosque, practicando música para no olvidarse.

—¿Puedo tocar la nube? —preguntó.

—Solo con la punta del pensamiento —dijo Don Roble Reloj, muy serio—. Si la tocas con la mano, se desordena. Y los deseos desordenados se vuelven impacientes.

Nico cerró los ojos otra vez. Tocó la nube con cuidado, sin prisa. Le dijo: “Quiero aprender a escuchar de verdad”. La nube hizo un “puf” chiquitito, como si se riera, y liberó un copito que cayó suave sobre su nariz. Era una flor. Una flor de nube. Duró un segundo y se deshizo. Pero a Nico le quedó un cosquilleo en la punta de los dedos, como cuando una palabra está a punto de llegar.

—Me gusta este bosque —dijo—. Es como una escuela sin timbre.

—Las escuelas sin timbre dan clase cada vez que alguien pregunta —dijo Don Roble Reloj—. Y tú preguntas bonito.

Siguieron el camino hasta un lugar donde el suelo hacía una barriguita. Allí, las piedras estaban ordenadas en círculos, como si alguien las hubiera sentado para ver un espectáculo. En el centro del primer círculo había una naranja. Nadie la tocaba, pero todos parecían mirarla.

—Ese es el Rincón de las Cosas que Todavía No —explicó el árbol—. La naranja todavía no es jugo. El silencio todavía no es palabra. La semilla todavía no es árbol. Y tú, Nico, todavía no sabes algo que vas a saber en un rato.

—¿Qué? —preguntó, sintiendo que la curiosidad le empujaba el pecho.

—Que tu sueño también se escucha desde afuera.

La naranja, sin prisa, rodó un poquito y se detuvo frente a Nico. Tina dio un saltito hasta el segundo círculo y se sentó, muy formal, como si fuera una alumna aplicada. El Arroyo Cantor, que pasaba cerca, subió el volumen apenas, haciendo música de telón.

—Cierra los ojos —pidió Don Roble Reloj—. No pienses en nada. O piensa en una sola cosa pequeñita, como el borde de una hoja.

Nico obedeció. Pensó en el borde de una hoja. Verde por un lado, un poquito plateado por el otro. Fino, con dientes minúsculos que no muerden a nadie. Luego, la hoja se hizo árbol. El árbol se hizo muchos. Y los árboles se hicieron bosque. Entonces, desde muy lejos, como si viniera por un hilo que alguien estiraba, escuchó su propia voz de cuando era más pequeño. Decía: “Quiero ser músico de cosas que no se ven”.

Abrió los ojos.

—¿Oíste? —preguntó Don Roble Reloj.

—Me oí —dijo Nico, sorprendido.

—Eso también es escuchar —dijo el árbol—. A veces, los sueños más tímidos se esconden en nosotros. Y hace falta que un bosque los diga en voz alta para que vuelvan a casa.

Nico se quedó un momento sin hablar. Era bonito encontrarse, como si uno se viera en un espejo que no devuelve la cara, sino el deseo. Tina, desde su círculo, inclinó la cabeza.

—Si vas a ser músico de cosas que no se ven —dijo—, puedes empezar hoy. Al bosque le encanta el estreno.

Nico miró alrededor. Tenía el Arroyo Cantor, que ya recordaba su canción. Tenía a Don Roble Reloj, que sabía la hora por el peso del sol. Tenía a Rachis, la piedrita de recuerdos. Tenía a la Nube-Redoma, guardiana de deseos.

—De acuerdo —dijo—. Haré una orquesta con lo que encuentre.

Sacó de su mochila una goma elástica, una horquilla, un par de piedritas lisas y su cantimplora. Tensó la goma entre dos pequeñas ramitas y la pulsó: “twang”. Golpeó las piedritas una con otra: “clinc”. Puso la cantimplora de lado y sopló por el borde: “uuuu”. Ajuntó las manos otra vez para el aire: “huu”. Tocó con los dedos el lomo de la libreta: “tac-tac”. El bosque respondió: un pájaro hizo “ti-ti-ta”, el arroyo “ti-ti-tum”, y una brisa leve entró y salió de las hojas como un acorde invisible.

Tina levantó el vuelo en espiral, siguiendo la Nube-Redoma. Rachis, emocionada, rodó un poquitito para marcar el ritmo. Don Roble Reloj movió sus ramas arriba y abajo como un director paciente.

—Shhh… escucha —susurraron todos.

Y la música apareció.

No era fuerte. No era perfecta. Era como cuando enciendes una lamparita por primera vez: la luz duda, parpadea, y después se afirma. Nico sintió que algo muy chico y muy grande a la vez se acomodaba dentro de su pecho, como un nido recién terminado. Y supo que, a partir de ese día, cada vez que necesitara una canción, podría pedirle ayuda al bosque. Porque el bosque, incluso cuando parecía quieto, estaba soñando despierto melodías para quien quisiera escucharlas.

La orquesta se fue apagando poquito a poco, para no asustar a la tarde. La Nube-Redoma se quedó casi transparente, como si descansara. Tina regresó al hombro de Nico y le rozó la mejilla con el ala, suave.

—Gracias por traer tu oído —dijo—. Los bosques no tienen bolsillos. Todo lo guardan en quienes pasan.

—Volveré —prometió Nico.

Don Roble Reloj inclinó su copa en señal de despedida.

—Este es tu primer ensayo —dijo—. Cada vez que entres, el bosque te prestará una canción. Pero recuerda: hay que devolverla mejor. Ese es el trato de los que sueñan despiertos.

Nico asentó. Guardó la goma, la horquilla, las piedritas. Bebió un sorbo de la cantimplora y, antes de cerrar la libreta, escribió una frase para no olvidarla: “Escuchar es hacer espacio”.

Salió del bosque cuando el cielo empezaba a volverse naranja jugosa. En la colina, se volvió para mirar. Los árboles no movían ni una rama, pero él supo —lo supo como se saben las cosas importantes— que le guiñaban un ojo.

Bajó despacio, con el corazón caliente, como si llevara una vela encendida dentro. En el campo de girasoles, un perro dormía con la panza al sol. En el patio de su casa, su abuela regaba las plantas.

—Llegas con música —le dijo al verlo.

—Es que hoy el bosque me prestó su oído —contestó Nico.

Cenaron sopa y pan. Antes de dormir, Nico apoyó la libreta bajo la almohada, no para aplastarla, sino para que soñara cómodo. Abrió la ventana un poquito. Entró un silbido leve, leve.

“Shhh… escucha”, dijo la noche.

Nico cerró los ojos con una sonrisa. Y, aunque ya había llegado a su cama, siguió caminando por el sendero de hojas, rumbo al bosque que soñaba despierto.

Verso-moraleja

Si quieres oír lo que el mundo no cuenta,
haz sitio en tu pecho, abre bien la puerta.
Los sueños se acercan si dejas que entren:
escuchan contigo… y ya nunca se pierden.

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